Texto: Eduardo Varas C.
Este es un libro absolutamente arbitrario. Su fuerza está ahí. Los ensayos o los textos sobre libros, por más argumentos que prodiguen, tienen su cuota de arbitrariedad. Y eso es de esperarse. En el fondo son perspectivas personales o criterios que se inflaman por las ideas que se han leído o los conceptos previos que se manejan.
Los libros sobre la lectura o sobre autores y libros, son libros que se entienden como pasajes e instantes de lectura.
Y no tienen que ser perfectos. Tienen que sentirse vivos.
«Cabaret Montaigne», de Diego Pérez Ordóñez es un libro que no es del todo redondo. Eso es lo que es, eso es lo que funciona. Porque va de a poco y en ese extraño recorrido que empieza reivindicando el valor de la lectura —me sigo preguntando si leer te vuelve mejor ser humano, pero Pérez no—, para llegar a hablar de autores que son definidos como periféricos, el ensayista desborda sus criterios e ideas que conforme avanzan las páginas, son mucho más fuertes y claras.
A veces, en este ejercicio se repite la idea de estar ante escritores que han sido rechazados por cierta «élite» o «status» o hasta que han sido olvidados por el paso del tiempo. Autores y autoras que aquí son tratados como seres impresionantes, a veces con frases que buscan justificar su impacto, pero que dicen muy poco —hablando de Natalia Ginzburg, escribe: «Tras la primera lectura, la literatura de Natalia Ginzburg seca la garganta y perturba los sentidos»—, como revelación de lo que estos nombres y sus obras han generado en él, en Pérez.
Esta es la parte menos impactante, pese a que el autor nos acerca a nombres que pueden resultar olvidados, la mayoría de hombres. Todo en una arbitrariedad que consigue abrir su campo de acción.
La profundidad y la recuperación de una idea
Esta sensación arbitraria desaparece cuando el ensayista amplia su mirada crítica para referirse con mayor extensión y libertad a ciertas obras y autores. Lo que hace con Javier Marías, con el rumano Mircea Cărtărescu y con Michel de Montaigne son la prueba de este punto.
Es ahí cuando el libro se vuelve más interesante. Cuando el análisis trata de revalidar una posición del escritor como intelectual, de persona en su torre de marfil, capaz de observarlo todo, como cuando habla de Montaigne, por ejemplo: «Un ensayista interesado por los temas del mundo que, sin embargo, se refugió en su torre para echarle lápiz a lo humano y a lo divino».
Y no es que Pérez se abone de lleno a esa idea. Lo que trata es de entender y explicar cómo esa distancia es capaz de dar mejores reflexiones, contrarias a la inmediatez y a la tozudez del momento. Se trata, en ese sentido, de mirar hacia atrás buscando una alternativa. Y la verdad es que el ejercicio reflexivo en este punto es preciso y permite al lector o lectora darle vueltas a esa idea.
Es en la tercera parte donde los mejores ensayos se encuentran. Esta vez son temas cruzados por la literatura y el trabajo de ciertos autores. Aquí es posible encontrar precisiones mucho más complejas sobre diversos temas. Y si bien no deja de permanecer por ahí la arbitrariedad —porque toda lista, toda selección de autores y obras no deja de tener su cuota de subjetividad— eso ya no es un problema. Si «Cabaret Montaigne» nos ofrece un pequeño recorrido alrededor de los gustos y pasiones literarias de Diego Pérez, es durante su lectura que este obtiene una sustancia que puede encantar y motivar a lectores. El tema, entonces, es leer y no detenerse.