Texto: Valeria Estrella
Papá solía decirme que su vida y la mía hubieran sido más fáciles si yo nacía hombre. Lo decía a modo de broma y a veces hasta me renombraba cuando se acordaba del nombre que me tenía destinado de no haberme opuesto a sus planes. Cada vez que lo hacía yo sentía un montón de espinitas que manaban por todo mi cuerpo, lo rompían y querían acabar con él, traspasarlo y diseminarlo. Esa sensación jamás desapareció, se volvió patológica y aún sobrevive latente y quiere un cuerpo al que le permitan respirar. Judith Butler en El género en disputa, busca cuestionar qué es el ser mujer dentro de una sociedad cuya lógica está direccionada a la universalidad y al binarismo. Para mí, quizás una de las cosas más conmocionantes desde temprana edad era que mi pequeño cuerpo pudiera hallar un resquicio al que pertenecer en medio de un cúmulo de expectativas en torno a lo femenino. Cada cosa que deseaba se me era arrebatada, no había espacio para este género, al que siendo tan niña desprecié con una rabia que me desbordaba.
Crecí en un estadio de fútbol, todos los fines de semana me sentaba en el graderío a observar con detenimiento. Una serie de imágenes en tonos sepia (el mismo color de esa arcilla barata que tienen las canchas barriales) se extiende hasta mi presente: huesos rotos, peleas campales, goleadas y derrotas humillantes. Soy parte de ese desierto que mancha cuerpos masculinos y se une al sudor para hacer una argamasa creadora de instinto, de fe. Mi papá se había preparado como entrenador y tenía la esperanza de que su pequeño equipo, que usurpaba el nombre de un grande de Europa, se convirtiera en una promesa para el país. Lo más lejos que llegó fue una categoría llamada: campeón de campeones. Un día, cuando yo ya era adulta renunció a su plan y mi pacto con el estadio de fútbol se rompió, al igual que la relación con mi padre. Mis hermanos eran parte del equipo y yo esperaba el día en que yo estuviera detrás de las rejas, en medio de la disputa. Tenía unos diez años cuando me di cuenta de que eso no iba a suceder, al menos no como lo esperaba. Empecé a entrenar fútbol a los 12 años en un equipo masculino, porque era el único cerca de casa y el más próximo a mis expectativas. Esos entrenamientos me daban una paz momentánea y embriagante. Yo me imaginaba hombre, intentaba que mi incipiente pecho no se notara y purgaba el dolor menstrual con el doble de ejercicio. Una vez fuera de las prácticas volvía la sensación de ahogo. Mi madre llorando con mi menarquia, los cercanos hablando de la importancia de mi virginidad, la necesidad de que mi cuerpo y cara fueran adornados, los hombres que me seguían en las calles como si percibieran mi olor a pubertad. En ese entonces me hubiera gustado comprender que este ser mujer era más que lo que las voces a mi alrededor imponían, que no estaba condenada. Una representación estereotipada y normativa iba tras mis pasos y yo me resistía. El doloroso régimen de la representatividad que es establecido por lo hegemónico. De acuerdo a Butler, el feminismo ha buscado durante largo tiempo una forma política y potente de definir el ser mujer, el caos surge de ese establecimiento, todo lo representado está fuertemente limitado. El acto cuyo núcleo es alejarse de los poderes, al normar regresa al sistema, es víctima de su propia necesidad de pertenencia (2007). Ser mujer no puede ser definido, eso me hubiera gustado saber en mi preadolescencia: “Tal vez, paradójicamente, se demuestre que la《representación》tendrá sentido para el feminismo únicamente cuando el sujeto de las《mujeres》no se dé por sentado en ningún aspecto” (Butler, 53, 2007). El ser mujer no como esencia sino como hecho flexible de pertenencia, sentires, afectos y constante cuestionamiento. A los 12 años quería este yo mujer fuerte, musculosa y sin pechos. También quería fluir y no sabía cómo vocalizarlo, no alcanzaba a encontrar las palabras. Empezaba a descubrir que era una “niñx maldita” como lo dirá Preciado.
En mi cuarto cuelga una imagen de formas inconexas, una experimentación a pinceles semejante a cientos de serpientes o falos coloridos que se funden en una matriz gris. Mamá decía que pintar era una actividad más propicia para una niña, esta imagen es previa a mis entrenamientos de fútbol, ya que aún no me eran permitidos. A los lados cuelgan cuadros de flores que me fueron obligados a pintar, el profesor detestaba mi arte informe, decía que no transmitía nada. Los bodegones y paisajes montañosos eran más elegantes, “las niñas pintan flores, las niñas pintan los santos a lo que sus madres son devotas”. Una serie de recriminaciones ad infinitum. ¿Qué era yo? ¿No podía ser una niña? ¿Qué tipo de criatura ocupaba este cuerpo? Cuando alguien entra a mi habitación bromeo que el cuadro de formas alargadas es una representación pura de mi envidia al pene no superada a una edad avanzada. Ese concepto freudiano es evidencia de lo ideológico patriarcal, lo androcéntrico como equilibro de la humanidad, el pene como objeto deseable para subsistir. Lo femenino queda expulsado del territorio del accionar, silenciado:
El concepto de falo está inscrito en polaridades que se integran en cadenas de evidencias ideológicas: masculino-fuerte-intrusivo-activo-cielo frente a femenino-débil-receptivo-pasivo-tierra. También se integran las funciones sociales asociadas, por ejemplo masculino-público/femenino-privado, masculino-calle/ femenino-casa; masculino-mundo-laboral/femenino-mundo-doméstico. En esta acepción se establece la relación simbólica entre padre-lenguaje-razón y madre-silencio-sentimiento, y en la imagen corporal la asociación simbólica de madre-corazón/padre-cabeza (Aguado, 2005).
Yo quería ser hombre para salvarme, yo no quería ser hombre porque me asustaban, yo aceptaba ser hombre para poder besar sin culpa a otras mujeres, yo despreciaba mi materialidad. Ese cuadro también data de mis primeros descubrimientos con respecto a mi orientación sexual. Tengo un recuerdo que bien podría ser un sueño. Estoy jugando con mi mejor amiga de la infancia, cada una sostiene una muñeca distinta y de pronto no puedo dejar de mirarle los labios, una pulsión avasalladora me recorre y siento trepidar. Mis manos, pies y estómago están cubiertos de hormigueos, me entumezco. Le digo que deberíamos practicar un beso para cuando seamos grandes y tengamos novio, nos acercamos lentamente y la puerta se abre, entra mi madre. Todo se vuelve blanco, espacio vacío, no hay más. A veces recuerdo que mi madre me preguntó por qué estábamos a punto de besarnos, otras creo recordar que me dijo que no lo vuelva a hacer, en ocasiones presiento que no dijo nada. Quizá todo fue un sueño, una epifanía de mi futuro.
Tenía 16 años la primera vez que alguien me dijo que yo daba asco, que lo que hacía era repugnante. Fue una compañera de colegio, estudiábamos juntas algunas tardes a la semana, ella quería ser abogada y yo estaba obsesionada con los simulacros de modelos de Naciones Unidas. Pero un día me declaré uranista, reclamé mi apartamento en ese lejano lugar y las personas prefirieron fingir mi muerte a tener que despedirse. Mi madre lloró mares. Pero no me sentía enferma o anormal, el término que pululaba en los pasillos era: pecadora. Hubiera preferido que me vieran como desviada porque me habrían tenido lástima, ser pecadora era ser culpable y todos desprecian a quienes han roto la ley, y aún más la divina. Mi criminalidad despertaba repugnancia y morbosidad, besé a oscuras en los baños a muchas mujeres que me señalaban y se reían de mí ante el ojo público. Cuando la gente comenzaba a resignarse sobre mi evidente homosexualidad, apareció un nuevo problema. No podía definirme, era esta amalgama de mujer—hombre—maquillaje estridente—marimacho con balón de fútbol—lesbiana—heterosexual—bisexual—plaga. Debía elegir quién ser para existir, el binarismo como único camino de existencia:
El universo entero cortado en dos y solamente en dos. En este sistema de conocimiento, todo tiene un derecho y un revés. Somos el humano o el animal. El hombre o la mujer. Lo vivo o lo muerto. Somos el colonizador o el colonizado. El organismo o la máquina. La norma nos ha dividido. Cortado en dos. Y forzado después a elegir una de nuestras partes. Lo que denominamos subjetividad no es sino la cicatriz que deja el corte en la multiplicidad de lo que habríamos podido ser (Preciado, 2019, 23).
Yo quería/quiero ser multiplicidad, saberlo ha costado cientos de escisiones en mi cuerpo. Cicatrices de las decisiones que tomé para posicionarme en la realidad, no estoy dividida sólo por el binarismo. Los cortes empiezan por el ser mujer a primera vista, prosiguen en el subdesarrollo, cercenan despacio mi piel evidentemente trigueña y mi cara que no cumple los cánones de belleza tradicionales, disfrutan rozando mi no heterosexualidad, se ríen de mi posición económica, me gritan enferma mental y el culmen de su placer es mostrarme que no tengo oportunidad de vivir.
A los 17 años llevaba ya dos años de tomar antidepresivos y ansiolíticos. Era y soy una consumidora de esta sociedad reguladora de afecciones y cuerpos, lo que Paul. B. Preciado llama la era farmacopornográfica: “La sociedad contemporánea está habitada por subjetividades toxicopornográficas: subjetividades que se definen por la sustancia (o sustancias) que dominan sus metabolismos, por las prótesis cibernéticas a través de las que se vuelven agentes, por los tipos de deseos farmacopornográficos que orientan sus acciones” (2008, 33). Los psicólogos y psiquiatras decían que estaba crónicamente deprimida y que me ahogaba constantemente por una ansiedad generalizada. He tomado pastillas de todos los colores, formas, en dosis altas, bajas, y la situación se repite, un eterno ciclo sin fin. Soy sujeta clonazepam, paroxetina, pregabalina, setralina, fluoxetina, citalopram, escitalopram, bupropión, lorazepan, diazepan, quetiapina, olanzapina, haloperidol, alprazolam…Los efectos adversos del Abaxon (alprazolam) son particulares en mi cuerpo, no hay molestias corporales, pero son un umbral de pesadillas, parálisis del sueño y pensamientos obsesivos. Estos comprimidos eran los que tomaba cada noche en esa época. También ese año fue el que experimenté por primera vez el síndrome de abstinencia, en un descuido olvidé tomar mis pastillas, algunas horas después no paraba de vomitar. Mi estómago vacío y una sustancia viscosa amarga entre mis dientes que no cesaba. Sin pastillas era poco productiva y peligrosa para mí misma, con ellas mi cuerpo se movía por inercia y cada paso estaba repleto de surrealismo. ¿Hay vida después de lo farmacológico? ¿Existe paz antes de lo genético y las secciones de traumas que determinaron que iba a ser una dependiente de cuidados? Paría mujer, paria uranista y paria desequilibrada mental: yo. La gente toma distancia, tiene cautela.
Un psicólogo durante mi adolescencia me dijo que el momento en que tuviera relaciones sexuales con hombres y con mujeres iba a poder decidir. Esas palabras me desataron un miedo colosal al coito vaginal, a ser penetrada, ya sea por penes masculinos o dedos femeninos. Si finalmente me gustaban solo los hombres, todo el sufrimiento habría sido en vano, si solo me gustaban las mujeres mis círculos cercanos me despreciarían aún más porque tenían la esperanza de que todo fuera transitorio y que pronto tendría un hombre en mi vida. Es decir, el centro de mi existir residía en con quién me acostase, o así lo veían los otros. Yo era solo sexualidad a la espera de concretarse. Me acostumbre a recibir esa atención voluptuosa y expectante. Mis pechos me empezaron a gustar no por decisión propia sino por los halagos, las miradas masculinas para las que finalmente existía y formaba parte del mundo ya no de los anexos secundarios. Existir por artificio de masas y pezones erectos. Espejismo doloroso y vacío de vínculos. Las palabras entrecortadas, las manos que no tenían soporte. ¿Alguien conocía el tono de mi voz? Mis palabras no eran importantes. Era parte del escaparate de selecciones masculinas, se me exigía silencio y sonreír. A los 18 años finalmente tuve sexo con un hombre, pero para ese instante yo tenía una vida simultánea, ya me habían llamado con todos los términos peyorativos posibles y era habitante recurrente de todas las camas del mundo. A mis amigas les pasaba lo mismo. Ser mujer como triunfo y trofeo, ser mujer disidente como objeto más deseable de penetración por la fetichización de la conversión. No tuve sexo enamorada o deseosa de placer, tuve sexo por miedo. Trabajaba en el verano de ayudante en la Fiscalía de Género, tenía que numerar todo los folios para facilitar su estudio. Los organizadores estaban atiborrados de denuncias de violaciones, y al día al menos llegaba una denuncia de feminicidio. Yo leía los partes médicos, los desgarros vaginales y anales, la cantidad de puñaladas. Entonces decidí que nadie me iba a penetrar antes que yo lo quisiera, al menos la vez primera.
El último antipsicótico que consumí fue la risperidona. El efecto adverso que se presentó en mi cuerpo fue la galactorrea. La leche corría por mi cuerpo para morir, sin cumplir su cometido, sin alimentar nada más que el frío en las vellosidades del torso. Fui cuerpo reproductivo sin fin, si existiera una lógica universal, de mis tetas deberían caer cientos de piedritas, que liberen el peso. Soy mujer, finalmente me sé mujer, pero a la vez hay una potencia que quiere fluir y no tiene género definitivo. Soy habitante del cruce, al igual que Preciado: “Soy la multiplicidad del cosmos encerrada en un régimen epistemológico y político binario, gritando delante de ustedes” (Preciado, 2019, 26). Dentro de mi yo mujer, está mi yo hombre y mi ser convertido en centro de lactancia para los niños malditos e inocentes, huérfanos de humanidad (Preciado, 2019).
Lista de referencias:
Aguado, José. 2005. “La envidia del pene” una reinterpretación a la luz de la antropología del cuerpo. Anales de Antropología. UNAM. 39-I, 167-178, ISSN: 0185-1225.
Butler, Judith. 2007. El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Paidós.
Preciado, Paul B. 2008. Testo Yonqui. Madrid: Espasa Calpe.
Preciado, Paul B. 2019. Un apartamento en Urano. Barcelona: Anagrama.