Texto: Eduardo Varas C.
En el primer episodio de esta selección de 20 que están subidos en Netflix, desde fines de marzo, hay un niño pequeño, de 2 años y 9 meses, que habla y camina bien. Vive en una zona rural en Japón y debe cruzar algo que parece una carretera. Lo hace sin problema, ya sea revisando a ambos lados de la vía o moviendo una bandera que su madre le ha dado, para que los vehículos se detengan.
Spoiler alert: los carros sí se detienen.
El niño de dos años y nueve meses y camina una distancia considerable para llegar a un lugar. Debe comprar lo que le han pedido y regresar con eso a casa. Sin nadie. Solo él.
«Mi primer mandado» se trata de eso. De cómo en Japón se celebra el sentido de independencia desde muy pequeños. Y de cómo hay todo un trabajo en la comunidad para celebrar estas acciones y estar atentos a lo que hacen estos niños. Pero no deja de ser complicado verlo.
Porque quizás nosotros no estamos culturalmente preparados para soltar a niños pequeños al mundo, de esa forma.
Y en ese sentido, «Mi primer mandado» —Hajimete no Otsukai— es un programa de más de 30 años en Japón. Se lo emite desde 1991, a través de Nippon Tv y consolida una especie de rito de paso o iniciación para los pequeños. Algo que para nosotros sería complicado de entender. Sin embargo, el show lo plantea muy bien, sin sacarlo de su terreno de normalidad y sin explicarlo para que otro público lo acepte. Eso es un punto muy grande. No es transformar el producto para que sea consumido en otros lados; en realidad, es tener confianza que este pueda funcionar sin importar las diferencias idiomáticas o culturales.
Lo que hay en la pantalla
https://www.youtube.com/watch?v=9eMZp8KsZ5k
Con «Mi primer mandado» se activan muchas alarmas en nuestras cabezas. Y a pesar de que el formato deja en claro que no es que los niños y niñas de 2 a 7 años están solos —hay un equipo de producción que siempre está con ellos, a una distancia prudencial para no interrumpir su sentido de reality— no deja de ser chocante que sean sus padres que los envíen a estas «misiones».
O que no claudiquen cuando algunos pequeños les piden que los acompañen para no ir solos. Ni siquiera cuando llega el llanto.
Las impresiones son fuertes, más allá del espectáculo. Porque «Mi primer mandado» tiene episodios muy divertidos —especialmente cuando los niños confunden los mandados—, pero siempre nos queda la sensación de que esto es difícil de ver. Especialmente cuando no aceptamos las diferencias.
Y cuando no aceptamos que todo lo que se muestra tiene sentido.
Aquí hay una forma de celebración. De gente que apuesta por esa independencia del niño y un sentido colectivo, como si se tratara de un ritual en el que todos, incluso desde la observación, participan: dando ánimo, indicaciones y hasta dulces si el niño pierde la paciencia.
Estos episodios —que pueden ir de siete a 20 minutos— permiten que los espectadores ingresen a una forma de ver el mundo distinta. A una manera de crianza particular —en la que incluso se ve al padre como una figura presente y poco afectiva— con madres que sostienen la parte afectiva de los niños y sus necesidades de relación con «el otro». Y a cómo asumir las dificultades en el camino, para enfrentarlas y buscar una solución.
Así que con grandes capítulos —el del niño con el pescado es magia pura—, esta serie nos coloca frente a una costumbre que podemos considerar terrible y hasta tildarla de abuso. Pero, al mismo tiempo, nos ofrece las herramientas para comprenderla mejor y reconocer que no se trata de juzgar al mundo desde nuestro metro cuadrado y ya.